Un estudio reciente por parte del CSIC reveló que los niveles de contaminantes pueden variar dependiendo de la hortaliza, no por la calidad que tenga el agua de riego.
El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) investigó en la importancia del agua de riego en las concentraciones de contaminantes que se pueden detectar en cuatro hortalizas tales como los tomates, habas, lechugas coliflores y habas.
Lo que han hecho desde este organismo es un análisis de la composición en varias parcelas del área metropolitana barcelonesa, de las que dos estarán regadas por el agua del río Llobregat y cercanas al aeropuerto, así como a varias autopistas. Otra se situará en el parque natural del Garraf, que recibe agua de pozo que procede de los manantiales.
Los resultados dejan claro que no hay diferencias de importancia entre la fuente de riego, pero si que depende de la hortaliza que sea. «Los tomates son los que tienen unas concentraciones más elevadas tanto de metales pesados como de contaminantes orgánicos». El tomate sale peor parado y «se debe a que es un cultivo de verano cuando hay más riego, y, por lo tanto, la planta acaba absorbiendo mayor cantidad de agua», ha tenido a bien explicar Josep María Bayona, codirector del proyecto e investigador del CSIC.
La razón de que los contaminantes del agua de riego no alcancen a los vegetales es porque tienen que atravesar muchas barreras, caso del suelo, las raíces y el metabolismo con microorganismos que son los que degradan las sustancias de carácter orgánico.
El número de contaminantes es alto
Existen muchos que terminan llegando, caso de los que se detectan en las hortalizas, como la carbamezapina (fármaco anticonvulsivo para tratar la eplilepsia), el bisfenol A (un plastificante presente en los tubos de riego), el plomo o fungicidas de uso agrícola como el dimetomorf. El plomo viene arrastrándose desde hace años, «es un remanente histórico que se utilizaba como aditivo de la gasolina, no se degrada y aparece como una contaminación de fondo en zonas próximas a carreteras».
«Básicamente, el objetivo era determinar si había impacto de la polución de la ciudad en los cultivos de zonas periféricas a las grandes urbes, de qué forma podían influir en los cultivos el agua y la contaminación atmosférica», ha expuesto Bayona.
El análisis se ha realizado en base a un total de 33 sustancias de carácter orgánico y con el control de 16 metales pesados que se pueden encontrar naturalmente en el suelo a unos niveles bastante bajos, como el arsénico o el cadmio.
La zona geográfica donde se ha realizado el estudio y que es regada por el río Llobregat lleva existiendo la agricultura desde principios del siglo pasado y, aunque ha ido variando, conserva las pautas tradicionales.
Los microorganismos del suelo se adaptan al tipo de agua que reciben, lo que hace más fácil la degradación de los contaminantes.
«Otra cuestión son los lugares en los que se empiece de cero, porque la flora bacteriana del suelo no está habituada y no es tan eficiente», advierte Bayona.
En este caso, los científicos han recomendado que se sigan las investigaciones para poder identificar la acumulación de elementos peligrosos y así incluirlos en el control de los alimentos como también se hace con los fitosanitarios.